Mi taller es un espacio simbólico. Es intangible, si nadie lo precisa, no aparece. Es como el cuarto ese que usan en Hogwarts para entrenar secretamente, no aparece en el mapa, pero si hace falta, ahí estará. Mi taller es indivisible del tiempo. Mi taller es un aquí y ahora. Es la mesa del comedor, que es la cocina, que es la sala; un espacio común de 20 m2, es la mesa de la pc, el cuarto en obra; que es mitad lavadero mitad cuarto de costura y un poco galpón. Es una manta en el jardín, es mi cama con la ventana abierta. Cualquier sitio es susceptible de entallerizarse para mí.
Sin embargo, no hay idealización. El deseo de estabilidad, esa semilla, que ansiosamente riego, ha sido plantada, techada y a la espera del trabajo fino que me permita habitarla. Pero mientras tanto, con el ánimo que sea que tenga, me obligo a llevar(me) adelante.
Hace un tiempo, decidí que, por ahora, no quiero meterme más en el mundo del arte digital. No más de lo que necesariamente me veo obligada. Así que resolví: Ser analógica. Y sí, para compartir, incluso para componer, toca mucho escáner y edición. Algunas cosas no pude negociar. Pero no hay forma que lo textil se vuelva digital, como no hay experiencia sensorial digital que compense el trazo de un lápiz sobre un papel, una mancha o una pincelada matérica sobre un cacho de madera. Un lápiz de plástico sobre otro plástico no me da ninguna satisfacción. Y hay cosas que hago por mí, no para que otros gusten de ella. Aunque hubo momentos en los que lo olvidé, debería tatuármelo en la frente. La adoración es para el adorador. No me interesa el resultado (no siempre, no en principio), me interesan las sensaciones que aportan las experiencias, y lo que se pueda aprender de ellas. Por supuesto, fui (voy) a terapia y escribo un diario hace dos años para decir esto, sin sentirme una impostora. Fue después del Gran Bloqueo del año 20, la recesión duro casi 3 años, el mayor desestabilizador fue Mark Z y su plataforma poco amigable con sus usuarios, generando estrés y adicción a hábitos dañinos, comparaciones irreales y eterna procrastinación.
Mi taller mental empezó a funcionar un poco antes que mi cuerpo lo asimile, cuando solté la idea de “ser ilustradora”, una especie de auto imposición innecesaria, una etiqueta que me puse en la cara y no me dejaba ver nada más. Lo que debió ser una meta resultó una condena. Ahora me digo, si quiero lo hago, si no quiero, no lo hago. Simple y efectivo hechizo. Así que mi taller mental le empezó a abrir la puerta a otros intereses, ignorados porque “debía enfocarme”; pedían paso cosas tan variadas como los juegos de rol, benditos sean, ese espacio donde la pifia puede ser superior al éxito en muchos aspectos, la costura de atuendos/vestuarios, el arte textil en general, el hábito perdido de la lectura, los objetos y las colecciones. Pasé por varios intentos de cursos, pero el que más me sirvió fue el grupo de estudio Manual de recomposiciones, de Cobijo Taller(pueden buscarlo así en Instagram). De manera mágica, aunaba mis intereses, abordando sobre cosas tan bien dirigidas que hasta dejé terapia un tiempo porque las lecturas recomendadas efectuaron una especie de catarsis altamente esclarecedora, y además las sesiones de terapia habían sufrido un aumento porque fue el Verano Olvidable (´24) en el que, quien nos gobierna, ganó las elecciones y licuó nuestros salarios para pasar de la pobreza a la indigencia, tema aparte.
Entonces pensé, y mientras pensaba, porque pienso mucho para bien y para mal, se me ocurrió que Taller es un tema que merece su propio espacio físico en la virtualidad, si es que eso tiene sentido, pienso que sí. Y por supuesto, arranca con una recapitulación de los autorretratos que hice en mi humilde cuadernito 12 x 12, donde, durante el 2024, me fui reencontrando con las ganas de hacer taller.
¿Por qué autorretratos? Porque es un ejercicio que me parece sumamente efectivo, funciona a muchos niveles:
Siempre te tenés como modelo.
Usarte a vos misma, genera un patrón susceptible de evaluación posterior.
Tiene extraños efectos sobre el autoestima, que, con adecuado tratamiento, es un poco un diario.
No tenés que pensar demasiado, sirve para desbloquear.
Es divertido.
Si flasheas mucho, funciona como meditación.
Cuando estudias Artes Visuales, inevitablemente tenés que ejercitar la observación. ¿Por qué no observarnos a nosotras mismas, para entender como es que estamos hechas? No sé ustedes, pero a mí me dispara un debate casi metafísico, decime si la forma de la nariz no te lleva por los caminos del árbol genealógico, recorriendo no solo generaciones, sino también geografías. Sencillamente, es el ejercicio que más disfruto a la hora de atacar una página en blanco. Casi siempre estoy satisfecha, ya sea por experiencia, por humor, por descubrimiento, por análisis, hay mil cosas que le puedo rescatar.
Así que sí, en un acto de autorreconocimiento, decido mirarme a mí misma a la vez que me abro al mundo (por este medio).
No hay bocetos para próximas cartas, pero siempre hay arrebatos, una birome y un papel. Así que cuando llegue el correo, llegará. Si llegaste hasta acá, aprecio mucho tu interés, si querés podemos charlar en los comentarios desde la app, sin apuro, cuando tenga que ser, si es que es.
Pd: sepan disculpar algún error ortográfico, intenté corregir lo más posible pero hay palabras que no sabía como acentuarlas.